Si alguna vez te cruzaste con un Renault 4, un Citroën 2CV o un Peugeot 504 de la vieja escuela y notaste que sus faros delanteros emitían una luz con un tono amarillento particular, no fue una ilusión óptica ni un foco viejo. Estabas frente a un vestigio rodante de una ley, de una época y, en cierto modo, de una mentalidad muy francesa.
La historia de por qué los autos galos lucían esas “lunettes jaunes” es una mezcla fascinante de pragmatismo bélico, percepción óptica y, por qué no decirlo, una pizca de esa tozudez elegante que a veces caracteriza a la cultura francesa.
Para entender el origen de esta peculiaridad, debemos retroceder en el tiempo hasta los años previos a la Segunda Guerra Mundial.
En un ambiente de creciente tensión y la inminente amenaza de un conflicto a gran escala, las autoridades francesas buscaban formas de diferenciar rápidamente a sus vehículos de los de un posible enemigo. La idea era sencilla: si todos los coches militares y civiles franceses usaban luces amarillas, cualquier vehículo con faros blancos sería, por descarte, un intruso. Fue en 1936 cuando un decreto oficial, que entraría en vigor en enero de 1937, sentenció que “los faros de los vehículos motorizados deberán emitir una luz amarilla”.

Más allá de la identificación en tiempos de guerra, la luz amarilla también tenía sus defensores en el ámbito de la seguridad. Se argumentaba que este tono particular ofrecía una ventaja significativa: se creía que la luz amarilla penetraba mejor en condiciones climáticas adversas como la niebla o la lluvia densa, reduciendo el encandilamiento para los conductores que venían de frente. Esto último era especialmente relevante en una era donde las calles eran menos iluminadas y los sistemas de luces no tenían la sofisticación actual. Así, lo que comenzó como una medida de seguridad nacional en un contexto bélico, se envolvió en un halo de supuestas ventajas ópticas que la mantuvieron vigente mucho tiempo.
Lo más curioso de esta historia es que, una vez terminada la guerra, cuando la razón de ser inicial de la identificación ya no existía, la ley de los faros amarillos permaneció en los libros. Se convirtió en una característica distintiva, casi un sello de identidad de los automóviles franceses en el panorama internacional. Ver un Citroën DS con sus ojos amarillos o un Renault 12 con esa mirada particular no era solo ver un auto francés; era ver un auto típicamente francés, con esa chispa de individualidad que a veces se asocia a la nación gala. Los conductores franceses se acostumbraron a ellas, las defendían con argumentos sobre su eficacia en la niebla (incluso si la ciencia moderna no siempre apoyaba esta afirmación de forma concluyente) y, en cierto modo, se enorgullecían de esa peculiaridad que los diferenciaba del resto de Europa y del mundo.

Esta curiosa tradición se mantuvo firme por décadas, sobreviviendo a generaciones de modelos y a la evolución del diseño automotriz. No fue hasta el 1 de enero de 1993, en el marco de la armonización de las normativas de la Unión Europea, que Francia finalmente se vio obligada a abandonar el uso obligatorio de los faros amarillos. La estandarización europea exigía faros de luz blanca, y el “glamour jaune” de los autos franceses pasó a ser una reliquia del pasado, una anécdota nostálgica para los amantes de la historia del automóvil.
Hoy, si ves un auto con luces amarillas, es casi seguro un clásico francés, un embajador silencioso de una época en la que la luz de un faro podía contar la historia de una nación.