
Sony Pichulen
Esta es la historia de un auto tan extravagante que hasta la ciencia ficción envidiaría. Hablamos del General Motors Firebird III, una locura sobre ruedas presentada en 1958, que fué la tercera joya de una serie de prototipos de Harley Earl, el por entonces jefe de diseño de GM.
El desarrollo de este armatoste mecánico fue un verdadero derroche de talento de la ingeniería. La idea era simple: vamos a hacer un auto que vuele… pero sin volar. ¿Cómo? Con una estética que gritaba “¡Despegue inminente!” y una cantidad absurda de aletas. Sí, el Firebird III no se conformó con un par de alas de murciélago; decidió llevar ¡siete aletas aerodinámicas! Tres de cola que parecían sacadas de un avión de combate, dos auxiliares que hacían de frenos de aire (¡frenos de aire en un auto!), y dos alerones delanteros que se ajustaban solos. Era como si un pulpo se hubiera disfrazado de auto….pero con más estilo.

Y si el diseño ya era una broma de muy buen gusto, esperen a escuchar lo que llevaba debajo. Estaba propulsado por una turbina de gas Whirlfire GT-305, un motor que no solo rugía como Godzilla con dolor de muelas, sino que, probablemente, chupaba nafta al ritmo de un transatlántico. Para la delicada tarea de arrancar o moverse a baja velocidad (o sea, para no quedarse pegado en un semáforo mientras la turbina se decidía a arrancar), contaba con un motor auxiliar naftero de unos míseros 10 CV. Una orquesta de ruidos y humos, ¿quién dijo que el futuro era silencioso?
Pero lo más innovador, y a la vez lo más sorprendente, era la forma de conducirlo. Acá no hay volante, ¡eso es anticuado! El Firebird III se manejaba con una palanca tipo joystick que parecía sacada de una consola de videojuegos de la NASA. Con este “Unicontrol”, podías acelerar, frenar y girar, todo con un solo movimiento. Y para que no metieras la pata, un “cerebro” electrónico (sí, así lo llamaban) se encargaba de pulir tus movimientos. Era la primera vez que un auto te decía: “Tranquilo, yo sé lo que hago”.

Dentro de esa cáscara de fibra de vidrio que parecía recién salida de un ovni, el Firebird III escondía un corazón mecánico digno de un manicomio de ingenieros: no era un motor cualquiera, era una turbina de gas regenerativa GT-305! Sí, como la de un avión, pero metida en un auto. Repito…imaginen el sonido… como un concierto de trompetas desafinadas en pleno despegue.
Y por si eso fuera poco, para que no se apagara cada dos por tres (porque las turbinas son un poco vagas a bajas revoluciones), le pusieron un motor auxiliar de aluminio de dos cilindros y diez caballos de fuerza. Este pequeño héroe era el encargado de darle energía a todos los chiches eléctricos e hidráulicos del auto: la dirección (¡menos mal!), las bombas de freno, a esas aletas de freno que se movían como un pavo real orgulloso, la suspensión neumática que te hacía flotar y, por supuesto, el aire acondicionado (porque si, admitámoslo, el ser humano ha transpirado desde la Edad de Piedra).
Lo increíble es que este “nuevo” motor de turbina era un prodigio para la época: un 25% más ligero y más compacto que su predecesor, el Firebird II.
Además, era un derroche de potencia, con 225 caballos de fuerza a unas estratosféricas 33.000 revoluciones por minuto. Y, atención, se jactaban de un aumento del 25 por ciento en la economía de combustible comparado con la turbina anterior. Sí, claro, “economía de combustible” en un motor de avión metido en un auto. Una joyita para los amantes de las estaciones de servicio.
Todo este festín mecánico, el motor, la transmisión y el diferencial, venía montado en una sola unidad detrás del compartimiento de pasajeros, como si fuera una mochila gigante. Y, para completar la exquisitez, su eje de transmisión incluía una transmisión Hydra-Matic montada directamente en la caja del diferencial. En pocas palabras, era una maravilla técnica… una maravilla técnica tan compleja que solo los ingenieros de GM podían entenderla (y probablemente ni ellos del todo). Un auto hecho para los que amaban la mecánica tanto como odiaban la simplicidad.

Pasando de la locura del motor a la locura del habitáculo, el Firebird III venía con una serie de “adelantos” que harían sonreír a cualquier tecnófilo de hoy.
Siguiendo los pasos de su hermano, el Firebird II, este bicho heredó un sistema revisado llamado “Autoguide”. ¿Para qué? y… para que el auto se “manejara” solo, como si tuviera un GPS con vida propia, una idea que, aunque no era del todo autónoma, ya se empezaba a coquetear con el futuro.
Pero eso no era todo. Traía un “Cruisecontrol” que sí, funcionaba para mantenerte a una velocidad constante, lo cual, considerando la turbina, era casi un acto de fe. Y la joya de la corona, la estrella del show: el “Unicontrol”: Chau volante! Este sistema permitía al conductor manejar la dirección, la aceleración y el frenado con una sola palanca giratoria, accesible desde cualquier asiento (¡ideal si querías que tu copiloto te diera un susto!).
Mover esa palanca era como tener un cerebro de silicio a bordo, porque enganchaba a tres computadoras analógicas que, según GM, compensaban cualquier error que el conductor pudiera cometer. ¿Que girabas demasiado rápido a alta velocidad? ¡Tranquilo, la computadora te salvaba! Empujar la palanca a la izquierda o derecha dirigía el Firebird III; un empujón hacia adelante o hacia atrás lo hacía acelerar o frenar, respectivamente. Y si querías estacionar, solo tenías que girar la manija 20 grados hacia atrás y luego 80 grados en cualquier dirección para que el auto, mágicamente, se pusiera en “park”. Un sistema tan intuitivo como un cubo Rubik con los ojos vendados, pero que para los años 50 era la quintaesencia de la ingeniería.
Aunque los turbinas eran la última moda en el mundo automotriz de GM, la verdad es que su amorío con estos motores jet no duró mucho en los autos de calle.
Sí, la investigación continuó con una serie de camiones pesados durante la década de 1960, porque un camión rugiendo como un avión suena menos raro que un auto de paseo. Pero, a pesar de los esfuerzos y los sueños futuristas, este sistema de energía alternativa jamás llegó a la producción masiva para ningún automóvil, ni siquiera ahora en pleno siglo XXI. Parece que el futuro no era tan ruidoso ni tan hambriento de combustible después de todo.
Sin embargo, a principios de los 60, la cosa estuvo a punto de ser una realidad. Y no solo por General Motors: Chrysler Corporation también se metió de lleno en la investigación de turbinas para autos, con una ambición que casi nos deja con la boca abierta: planeaban producir y vender 500 Dodges impulsados por turbinas para el año modelo 1966… Imaginate: medio millar de autos de esos zumbando como jets en las autopistas.
Pero, como suele pasar, el Gobierno Federal de los EEUU tuvo que meter su cuchara con nuevas regulaciones sobre emisiones de automóviles. Y claro, las turbinas eran más limpias que un volcán en erupción, pero no precisamente en el buen sentido.
El GMC Firebird III tuvo tecnología revolucionaria que sí llego a incorporarse a los modelos de producción. Fue el primer auto en equipar frenos de disco en las cuatro ruedas y suspensión independiente, un avance que hoy en día ya incorporan la gran mayoría de vehículos que se venden. Se seleccionaba la velocidad de la caja de cambios de cuatro marchas y engranaje planetario mediante un mando eléctrico, y el aire acondicionado tenía controles individuales.
