La historia comienza en Prestwick, Escocia, donde la compañía Scottish Aviation, famosa por crear aeronaves capaces de aterrizar en terrenos imposibles, se encontró con un exceso de tiempo libre y una alarmante falta de sentido común, decidiendo diversificar su negocio hacia el prometedor y electrizante mundo de los microcoches.

El desarrollo del Scamp partió de una premisa fascinante que consistía en ignorar absolutamente todo lo aprendido sobre diseño automotriz en los últimos cincuenta años. Los ingenieros, que hasta entonces se habían preocupado por la sustentación y el flujo del aire en las alas, miraron un ladrillo y pensaron que esa era la forma ideal para desplazarse por la ciudad. 

El departamento de ingeniería, en un alarde de “vanguardia tecnológica”, decidió buscar inspiración para el futuro de la automoción en la cumbre del diseño y la velocidad: los remolcadores de maletas del aeropuerto de Prestwick. Porque, claro, si una máquina sirve para arrastrar lentamente valijas viejas por una pista, sin duda es la plataforma ideal para transportar seres humanos con dignidad.

Observaron que estos tractores industriales se enchufaban en el sótano de la terminal cuando nadie los miraba, y tras un sesudo análisis, los ingenieros llegaron a una conclusión revolucionaria: un coche también se podría enchufar en casa. ¡Eureka! Decretaron arbitrariamente que esperar ocho horas para recargar la batería no era una molestia inmensa, sino algo perfectamente “razonable” y sensato.

La verdadera epifanía llegó de la mano del jefe del departamento, Gordon Watson. Mientras estaba en la estación de tren, vio a las abnegadas esposas esperando en sus coches para recoger a sus maridos. En lugar de ver una escena cotidiana, Watson vio un nicho de mercado. Pensó que esos maridos estarían mucho mejor conduciendo su propio vehículo exclusivo para ir y volver de la estación.

Y aquí es donde la lógica de Scottish Aviation brilla con luz propia: decidieron que, como el viaje era corto, cosas triviales y burguesas como “el rendimiento”, “la comodidad” o “que el coche sirva para algo más” eran totalmente irrelevantes. Básicamente, el razonamiento fue: “si el trayecto es breve, no necesitas ser feliz ni estar cómodo”.

Así nació el concepto del coche eléctrico de Scottish Aviation: el glorioso “segundo coche”. Un vehículo diseñado para que un solo miembro de la familia hiciera el mismo viaje triste y predecible todos los días, para luego volver a casa arrastrándose y pasar toda la noche conectado a un enchufe doméstico común, chupando electricidad mientras su dueño soñaba, seguramente, con tener un coche de gasolina.

El resultado fue un cubo de poco más de dos metros de largo, diseñado originalmente por la Central Electricity Generating Board (porque, al parecer, nadie sabe más de coches que la compañía eléctrica), que Scottish Aviation adoptó con el entusiasmo de quien no sabe dónde se está metiendo. El vehículo era esencialmente una pecera con puertas, montada sobre cuatro ruedas diminutas colocadas en las esquinas más extremas posibles, confiriéndole la estabilidad y el aplomo de una lavadora en pleno ciclo de centrifugado.

Bajo esa carrocería que desafiaba cualquier noción de estética, se escondía una tecnología que haría llorar a un ingeniero de Tesla. El Scamp funcionaba con cuatro baterías de plomo-ácido convencionales de 6 voltios cada una, colocadas estratégicamente bajo los asientos para asegurar que, en caso de accidente, los ocupantes no solo sufrieran el impacto, sino también un baño químico. El motor eléctrico prometía una velocidad máxima de unos vertiginosos 56 kilómetros por hora, aunque esa cifra era probablemente teórica y alcanzable solo en caída libre desde un acantilado. La autonomía rondaba entre los 25 y 50 kilómetros, lo cual era perfecto si tu destino estaba a la vuelta de la esquina y no tenías prisa por volver, o si simplemente disfrutabas de la emoción de quedarte tirado en medio de la nada con un coche que parecía un juguete a escala real..

Scottish_Aviation_Scamp
Este Scamp, patente DTD-141E perteneció al Museo Nacional del Motor y luego fué trasladado al Museo Nacional de Escocia. Es uno de los 5 ejemplares, de los 12 fabricados, que aún se conservan.

La ironía suprema llegó cuando esta maravilla de la ingeniería escocesa se enfrentó a la cruel realidad de las pruebas de carretera. 

Scottish Aviation, con la confianza de quien ha construido aviones para la guerra, envió el prototipo a las instalaciones de la Motor Industry Research Association para su evaluación. El resultado fue tan catastrófico que roza lo cómico, pues la suspensión delantera, incapaz de lidiar con la hostilidad del asfalto real, colapsó miserablemente tras unos pocos kilómetros de tortura. Al parecer, diseñar un tren de aterrizaje para una pista de tierra es una cosa, pero lograr que un carrito de golf glorificado sobreviva a un bache urbano es una ciencia oculta que se les escapaba. La dirección era vaga, los frenos eran una sugerencia y la integridad estructural del vehículo dejaba mucho que desear, lo cual es un problema menor cuando tu coche tiene la zona de deformación programada en las rodillas del conductor.

Finalmente, el sueño de ver las calles de Londres inundadas de estos cubículos rodantes se desvaneció tan rápido como su batería en una cuesta arriba. Aunque se llegaron a fabricar una docena de unidades de preproducción entre 1964 y 1966, el proyecto se canceló cuando la realidad financiera y técnica golpeó a la directiva de la empresa. Se dieron cuenta de que competir con el Mini, un coche real que funcionaba con gasolina y no requiera rezar antes de cada viaje, era una misión suicida. 

Hoy en día, el Scamp sobrevive como una curiosidad de museo, un recordatorio sarcástico de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones y de coches eléctricos diseñados por gente que debería haberse quedado construyendo aviones

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